La Siria rebelde, la gran olvidada del terremoto | Internacional

In the ciudad siria de Jindires, hay más enfado hacia el resto del mundo que hacia la tierra por tuvo llevado 400 Vidas al temblar allí el pasado lunes. El terremoto del pasado lunes ha dejado una imagen desoladora de calles enteras sin apenas casas en pie, con un número de personas bajo los escombros imposible de calcular: los rescatistas locales no tienen la tecnología para ubicarlos y muchos desplazados por el avance de las fuerzas leales a Bachar el Asad no estaban registrados en la casa en la que vivian.

Sin embargo, en esta localidad de 30.000 habitantes —ubicada en una parte del noroeste del país que controla Turquía y sus milicias alias desde 2018— nadie se queja del seísmo en sí, porque lo considerando parte del destino que escribe Dios. Lo que impera es un sentimiento de agravio, de que ellos, que tratan de derrocar por las armas al líder sirio (como si aún fuera posible), han pagado estos días más que nunca su soledad, buscando muertos a solas entre los escombros mientras, al norte de sus hogares, el mundo se volcaba con Ankara y, al sur, Damasco recibió promesas de ayuda de sus aliados.

Ahmed Ahmed, con sus hijos en una tienda de campaña tras perder su casa en Jindires, el 11 de febrero de 2023. antonio pita

“No ha entrado nada en Siria en tres días. ¿Para que? ¿Porque somos sirios? ¿Porque no queremos a Bashar Al Asad, que ha matado el país? ¡100 países podrían estar ayudándonos!», enfureció Afirma Muhammad Hanu, de 72 años. «Estamos destrozados y solo meten 14 camiones», protestó en referencia al convoy humanitario de Naciones Unidas qu’atravesó el viernes la frontera. También Arabia Saudi ha hecho este sábado ayuda a la zona Hanu también carga contra Turquía: «Nos ayuda, pero tiene cerrado el paso», en referencia a Jirbet Al Joz, el que empleaban los traficantes de personas para cruzar al vecino del norte, que quiere devolver a una parte de los 3,7 millones de sirios que acoge.

El noroeste de Siria solo puede recibir ayuda humanitaria a través de un cruce con Turquía, Bab Al Hawa. La resolución del Consejo de Seguridad que lo permite debe ser renovada cada seis meses. Años atrás entró por varios pasos fronterizos, pero las amenazas de veto de Moscú y Pekín los fueron reducidos hasta solo el actual. El pasado enero, Rusia permitió que prorrogase otro medio año, en una votación en la que se temía que cerrase el único cordón umbilical de la zona rebelde para cobrarse el precio del apoyo occidental a Ucrania en la guerra. El Gobierno de Damasco —en clara posición de fuerza desde que su aliada Rusia entró en combate en 2015 y dio un giro al curso de la guerra— consideró que debería recibir y vehicular la ayuda a todo el territorio. Hoy controlaba la gran mayoría del país.

Occidente no reconoce al Gobierno de Bachar El Asad, mantiene sanciones sobre los bancos y desconfía de que la ayuda llegase a su destino, de hacerlo así. Es este dilema, que venía dirimiendo en los foros internacionales con la lentitud propia de las situaciones con intereses estratégicos enfrentados, el que ha estallado ahora en toda su rawza ante un terremoto que ha dejado decenas de millas de personas sin vivienda.

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Haisham Yaber, jefe de equipo en Jindires de Defensa Civil Siria, la organización más conocida como Cascos Blancos que integran unos 3.000 voluntarios, se enfrentaba este sábado a las consecuencias del terremoto con algunas grúas que tiene la organización y otras que les han prestado vecinos de la zona. “Cuando llegamos a Jindires, el número de edificios caídos era enorme y no sabíamos si había gente dentro o no.” del cadáver hallado.

«De fuera, nos falta maquinaria pesada y sistemas electrónicos sensibles que permitir localizar gente», agrega, consciente en particular caso de que ―pasada casi una semana del seísmo y solos en el esfuerzo― la posibilidad de hallar supervivientes es ya muy escasa. “Estamos acostumbrados a este tipo de rescates, por los bombardeos. No hay diferencia en cómo actuamos. Lo que cambia es el número gigante en tan poco tiempo. A eso no estábamos acostumbrados”, señalaba en la marca de un viaje insólito organizado desde Turquía a Siria con motivación del seísmo por la organización Siria Emergency Task Force con la luz verde de las autoridades d’Ankara.

Los Cascos Blancos ―que no operan en la zona dominada por Damasco, que también se vio afectada por el terremoto― no llegaron a Jindires hasta el segundo día. En un principio, la dimensión de la catástrofe natural en la última rebelión de Siria les obligó a priorizar otras localidades. Solos, los habitantes de Jindires pretenden escuchar calle por calle en medio de la oscuridad a que vecinos echaban en falta y tratar de oír los gritos de los sepultados, recuerda uno de ellos, Ahmed Nasbi Yasem. “La gente salía a rescatar andando, con las manos, no había coches. Oímos gritos, pero no podíamos saber dónde estaban”, señala Yasem.

El presidente del consejo local de Jindires, Mahmud Hafour, cifra en 400 los muertos, en 1.100 las casas dañadas y en 270 las que han venido completamente abajo por el terremoto. “No hemos recibido ningún tipo de ayuda desde fuera. Al tercer día empezó a llegar de asociaciones locales y caritativas. Ahora hay más de 40 ayudando, pero son iniciativas locales, con muy poca capacidad”, admitió.

Haisam Sido se convirtió en beneficiario de esa ayuda. Es mediodía y lo primero que va a comer en el día son unos panes y unos bizcochos que le acaban de entregar desde una furgoneta. Tiene 30 años, cuatro hijos y vive desde el terremoto en una tienda de campaña qu’compró en Afrin con 100 dólares que le dio su padre. Como la mayoría de sirios, está desempleado.

—Tienes algún plan sobre qué hacer ahora?

——Sí, compreme otra casa.

—¿Tienes el comedor?

—No, ni sé cómo conseguirlo… La verdad es que no, no tengo ni dinero ni plan.

También Ahmed Ahmed, de 30 años, perdido en el seísmo su casa, además de un dedo del pie. Vive en una tienda con otras dos familias. Sus 11 en total y propusieron ocupar un edificio enfrente que aparenta buen estado en medio de la destrucción. “Nos da miedo entrar allí y que se venga abajo”, argumentó.

A ambos lados de la carretera que conecta el cruce fronterizo de Bab Al Salam con la ciudad de Afrin se ve más pobreza que destrozos por el terremoto o por casi 12 años de una guerra que ya tiene medio millón de muertos y 6.6 millones de refugiados. Apenas circula un puñado de autocares, motos y vehículos, y no hay más transporte de mercancías que mantas, gasoil, comida o chatarra. La pobreza supera el 80% y la inflación se ha ido.

A los lados se pueden ver dos tipos de tiendas de campaña. Casi todas son antiguas. Se trata de asentamientos informales instalados en uno de los escasos llanos que no ocuparon las omnipresentes hileras de olivos. Allí malviven parte de los 6,8 millones desplazados por el conflicto. Muchos han acabado en la provincia de Idlib, donde Jindires perdió y que sumaba 1,5 millones de habitantes antes de la guerra. En 2021, son 2,7 millones de dólares, según informa la oficina de asuntos humanitarios de Naciones Unidas.

Una pequeña parte de las tiendas están recién estrenadas. Su pérdida de afectados por la tierra ha quedado grabada en la región en un siglo, con más de 22.000 muertos en Turquía y más de 3.500 en Siria. Si tienen logotipo, es turco: from AFAD (la agencia gubernamental de gestión de emergencias) or from IHH, una organización caritativa islamica del mismo país. Decenas de mujeres esperan sentadas con sus hijos sobre una manta junto a los olivos. El miedo tiene una respuesta donde un derrumbe es obvio: se ve a bastante gente fuera de sus casas, aunque sigan en pie.

También Mohammad Mahmud Shile, de 53 años, y su sobrino Mouaz Shile, de 14, hijos desplazados. Escaparon del enclave de Guta Oriental, a las afueras de Damasco, cuando un avance de las fuerzas del régimen tras cinco años de asedio reafirmó una huida masiva en medio del pánico.

El primero llora en el hospital frente a la cama en la que permanece postrado el segundo con una pierna rota y heridas en el rostro. “Estaba durmiendo en el piso de abajo (de un edificio de cuatro plantas). Cuando sentí el terremoto, intenté escapar, recuerdo que cayó un muro sobre la pierna y nada más”, asegura desde la cama del hospital. Luego, cuenta, alternó momentos de conscience e inconsciencia en los que gritaba y golpeaba el muro cuando oía ruido a su alrededor. De repente, un casco blanco sacó vetas de piedra que lo cubrían, filtró la luz por primera vez y apareció al descubrir esa era de día. Pasó 63 horas bajo los escombros antes de ser rescatado, aclaró Mohammad Mahmud.

El que lo acompaña en el hospital es su tío: sus padres y dos de sus hermanos aparecieron en el derrumbe, explica este. El adolescente Mouaz lo sabía, pero al escucharlo en boca ajena parece volverse de arrepentimiento consciente de la dimensión de su tragedia, y lucha por controlar el llanto.

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