Jacques Delors, el secreto del mito | Internacional

El secreto del mito arranca en su mirada. Nace de esos ojos profundos azules, clarísimos. Fabricados para extasiarse y rebelarse al mismo tiempo, para indignarse y construir, para seducir a los contrarios, para conjugar discursos incompatibles y discursos dispares.

Son casi cien años de mirar limpio que han construido un mito. Un mito europeo incólume tras decenios de compromiso… y algún tiempo de silencio desde que murió su esposa y empezó a declinar su propia salud: como otros grandes, optó por mantener la dignidad siempre pulcra, sin prodigarse más que ante los muy-muy de casa, por delicadeza de no importunar con arrugas o trémolos. Y reivindicando su atávica voluntad de acero para no perturbar la vida cotidiana de los cercanos; así renunció ante el continuo reclamo de su hija, Marine Aubry, que insistía en llevárselo a su casa, allá en el norte, en Lille.

¿Solo un hombre, pero mito? Lo es, y el más grande tras los padres fundadores de la Europa comunitaria de los años cincuenta. Como el ministro de Economía de la République que enderezó los primeros pasos del insólito gobierno de izquierdas-izquierdas de François Mitterrand, demostrando que impulso social y rigor económico no debían ser apuestas antitéticas. Pero sobre todo como el capitán de la Comisión Europea, que durante el decenio 1985-1995 resucitó el proyecto comunitario tras largos años de europesimismo inducido por las crisis energéticas de 1974 y 1979.

Este dirigente socialdemócrata ininterrumpido y cristiano sin alharacas labró su magia al convertir casi todo enigma que le tocaba en suerte, en solución que al inicio parecía imposible. Estuvo en el nudo de todos los desafíos. Y los condujo con ambición. De la crisis petrolera al mercado interior de 1986, que bautizó como la “Europa sin fronteras”, especialmente internas. De las turbulencias monetarias a la creación del euro (Maastricht, 1992). De la incorporación del Sur menos próspero —la ampliación mediterránea, con España y Portugal— a la duplicación de los fondos estructurales para la cohesión. De la ciudadanía europea, al programa Erasmus, promovido por el español Manuel Marín, que tanto le sorprendió. Del mundo aún estático de la postguerra fría a la reunificación alemana y continental tras la caída del Muro de Berlín.

Fueron tantos sus logros que lo más fácil es relatar sus contados reveses. Como el pulso que perdió frente a los ministros de Economía defendiendo su visionario libro blanco Crecimiento, competitividad, empleo (1993), en el que aunaba redes transeuropeas, revolución digital, financiación con eurobonos y recapacitación laboral: otro gallo nos cantaría. O la cosecha escasa de su pugna por una Europa social, que siempre se estrellaba ante los acantilados neoliberales británicos. O su pugna de Sísifo por compensar el rigorismo fiscal mediante la inversión pública, la educación, la formación profesional.

Delors era firme porque sostenía su mirada inquisitiva, que siempre parecía otear el horizonte, en principios sólidos, aquilatados en la experiencia. Porque entendía como valores aquello que no se compra con dinero. Y lo que se crea, porque el futuro nunca está agazapado, hay que perseguirlo. Mediante complicidades. Su gran referente fue el muy moderado Pierre Mendès-France; pero fue leal colaborador de un personaje barroco como Mitterrand. Discutió todas las comas con la dama de hierro Margaret Thatcher, pero asoció a su colega conservador lord Cockfield en la gigantesca empresa del Acta única que alumbraría el mercado interior, según él, el mejor tratado. Apasionado europeísta, defendió una gobernanza mundial asentada en Naciones Unidas y el G-20. Francés de una pieza, cultivó la grandeur de lo pequeño, pero también rupturista: amó la causa de la España que volvía a casa. Cohabitó con el mercado, al que buscaba corregir según el lema “la competencia que estimula, la cooperación que refuerza y la solidaridad que une”. Fue intenso, pero sobrio. Como en su despedida.

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